Estrella
Aquella tarde de domingo, cuando el cielo anaranjado cubría nuestras cabezas y el olor a bullicio anegaba las calles, te vi.
Aún no sé cómo ni por qué fijé la vista en ti, pero lo hice, y te juro que jamás había visto una estrella tan rutilante como tú.
No conocía, ni conozco, ni conoceré tu nombre, pero así te llamaré, Estrella; porque brillabas con luz propia, porque destacabas entre el gentío, porque simplemente me cautivaste el corazón. Así, sin más.
De pronto imaginé que estábamos solos, que tú bailabas para mí con tu vestido blanco, con tus cabellos desgreñados recogidos en una coleta, con tu profunda mirada, con el sudor resbalando en pequeñas gotas por tu espalda descubierta; como en aquella tarde.
Ni tan siquiera recuerdo la música que acompañaba tu baile, ni sé que bailaba tu cuerpo -tu elegancia era la de un cisne en un lago transparente, tu pasión la de un tango desenfrenado-.
Tampoco sé cuánto tiempo estuve contemplando tu pelo castaño, tus ojos de miel, tu esbelta cintura, tus fuertes y largas piernas.
Atrapaste mi razón y mi mirada con tus movimientos de poesía y con tu brillo y misterio, Estrella.
Te observaba sin poder remediarlo con cada vez más vehemencia y perseverancia porque quería ser el afortunado que recibiera un rayo de tus ojos claros. Pero tuve que esperar una eternidad a que me devolvieras la mirada, y, en el momento justo en que lo hiciste, uno de tus tacones se rompió y tú caíste al suelo. La gente que se había prendido de tu baile y se había colocado a tu alrededor se fue, roto tu hechizo.
Pero yo permanecí de pie un pequeñísimo instante antes de ayudarte. Fue entonces cuando tu mano se apoyó en la mía y yo sentí una especie de chispa que me dejó sin aliento.
De repente, mi mente forjó una imagen que, aunque se trataba de un simple pensamiento fugaz, yo jamás olvidaría: tú y yo bailando un tango bajo el cielo anaranjado, sin nadie a nuestro alrededor, sólo con la persistente melodía de un violín y la canción de un antiguo piano.
Tu voz baja y tímida interrumpió mi ensimismamiento cuando dijiste “gracias”. Yo asentí con la cabeza y sonreí, y durante unos segundos continué contemplándote. En ese preciso momento, cuando te tuve cerca, me di cuenta de lo pequeña y frágil que eras, y sólo cuando volví a mirar tu rostro, me percaté de que eras casi una cría. No tendrías más de dieciocho años.
Luego, un hombre de mi misma edad te apartó de mi lado con brusquedad y musitó algo que yo no pude comprender, pero que entendí que iba dirigido hacia mí o hacia alguno de mis familiares.
Entonces, con el brazo de aquel monstruo alrededor de tu cintura, tú me miraste por última vez y grabaste a fuego en mi memoria tu danza, tu brío, tu luz, Estrella.